¿Y si te dijera que la Antártida, ese vasto continente de hielo en el extremo sur del planeta, está empezando a comportarse como Groenlandia? El hielo se derrite, las plataformas colapsan y, sí, el mar sube. Lo que ocurre en los polos, aunque suene lejano, podría transformar la vida en las costas de España —y del resto del mundo— mucho antes de lo que imaginamos.
La Antártida va por el mismo camino que Groenlandia
Parece irónico: durante décadas, el gran sur blanco era sinónimo de estabilidad. Su hielo, inmutable. Sus glaciares, imparables hacia el mar, pero a paso lento. Mientras tanto, Groenlandia se desbordaba en titulares de deshielo masivo, ríos que atravesaban su manto helado y fertilizaban el océano. Pero ahora, investigadores daneses lo dicen claro: la Antártida ha comenzado a caminar sobre las huellas que Groenlandia dejó en el Ártico.
El nuevo estudio, con sello del Instituto Danés de Meteorología y publicado en Nature Geoscience, es tajante: “Lo que aprendimos vigilando Groenlandia ahora lo vemos ocurrir en la Antártida”. El calentamiento se cuela bajo las plataformas de hielo, fragmentándolas. El agua de deshielo se filtra en las grietas, acelerando ese desmoronamiento lento, casi invisible, pero imparable.
Un problema global, con consecuencias locales
La principal autora del estudio, Ruth Mottram, del Centro Nacional de Investigación Climática danés, lo resume de forma inquietante: “El sur tiene un potencial gigantesco para subir el nivel del mar”. Porque, aunque Dinamarca (y buena parte de Europa) sienta la amenaza como algo lejano, las consecuencias serán globales.
Imagínalo así: Groenlandia es como una gran montaña helada. Si se derrite, el nivel del mar local baja un poco, pero sube en otras zonas lejanas. Pero si la Antártida pierde hielo, esa agua derretida viaja y distribuye sus efectos en todas partes. Y el aumento de nivel, lejos de allí, es mayor. Un centímetro menos de hielo en la Antártida significa más centímetro de agua en tu playa más cercana que si ese deshielo ocurriera en el norte.
La ciencia tras el deshielo: alta tecnología y muchas dudas
Detrás de esas cifras impactantes hay ciencia de punta y muchas horas bajo cero. Los satélites de la misión GRACE, capaces de detectar los cambios más sutiles en la gravedad y la elevación del hielo, nos cuentan cuánto está desapareciendo cada año. Las boyas marinas, los escáneres láser, los barcos oceanográficos… Todos aportan piezas a un puzzle global. Y los modelos climáticos hacen el resto, proyectando hasta dónde llegará la marea.
- Satélites que detectan pérdidas ínfimas de hielo, invisibles a simple vista
- Escáneres que siguen el pulso de ríos helados que giran torpes entre grietas
- Boyas que miden cuándo el océano, más cálido, muerde el hielo desde abajo
El resultado: certezas algo amargas. “Lo que temíamos que solo ocurriera en Groenlandia está sucediendo, también, en el otro extremo del planeta”, lamenta Ruth Mottram.
Dos polos, dos historias, un mismo destino
Hay sutiles, pero cruciales, diferencias entre ambos polos. El Ártico es un mar helado rodeado de tierra. La Antártida, la mayor masa de hielo sobre un continente, rodeada de océanos australes. Groenlandia ha contribuido al aumento del nivel del mar, claro; pero la Antártida es el auténtico monstruo dormido.
¿Las cifras? Desde los años noventa, solo la Antártida ha añadido alrededor de siete milímetros al nivel del mar. Parece poco, pero el potencial es apabullante: si toda Groenlandia se fundiera, ganaríamos siete metros de agua; si la Antártida cede totalmente, hablamos de cincuenta metros (sí, 50).
¿Puede suceder? El colapso total es poco probable a corto plazo, pero partes más inestables (como la Antártida Occidental) ya podrían causar subidas de varios metros este siglo si no frenamos el ritmo actual.
España: entre las costas bajas y el futuro del hielo
No hay que irse a Copenhague para notar las consecuencias. En España, con ciudades y pueblos mirando al Atlántico, al Cantábrico o al Mediterráneo, el ascenso del mar no es una amenaza abstracta. Es una preocupación real, cotidiana. Y es allí, en el futuro incierto de la Antártida, donde se decidirán cuántas casas, calles —e incluso playas— pueden seguir llamando casa a la orilla del mar.
Da igual si el problema se origina lejos: sus consecuencias navegan con el agua derretida y terminan en nuestras costas. Lo que pase en los polos nos afecta —y mucho más pronto de lo que pensamos.