Plantas de bosque avanzan sobre la tundra ártica y transforman el paisaje

Imagina una tundra donde los arbustos avanzan como silenciosos conquistadores, transformando el paisaje más allá del círculo polar. Donde el blanco inmutable cede paso a verdes y ocres. ¿Qué está pasando en las montañas árticas de Suecia… y qué significa eso para el planeta y quienes lo habitan?

Cuando el bosque trepa la montaña: la borealización de la tundra

El Ártico, célebre por sus vastos horizontes y su silencio casi absoluto, está cambiando la piel. Allí donde hasta hace poco apenas asomaban líquenes, musgos y algún que otro arbusto raquítico, nuevas plantas avanzan desde la frontera del bosque. Es el caso del salix lanudo –el sauce lanudo arbustivo–, cada vez más presente en las alturas peladas de lugares como Latjnajaure, cerca de Abisko, en el extremo norte de Suecia.

Este fenómeno, que ya se observa en la mitad de los más de 1.000 lugares monitorizados por la comunidad científica en el Ártico, ha recibido un nombre propio: borealización. En esencia, significa que la tundra se está volviendo, poco a poco, más parecida a un bosque boreal. No es sólo Suecia: ocurre también en zonas extensas de Eurasia y otras regiones frías que bordean el círculo polar, según pone de manifiesto una reciente investigación publicada en la revista Ecology Letters.

¿Por qué está ocurriendo esta transformación?

No se trata únicamente del aumento de temperaturas. Lo sorprendente es que el cambio arranca, sobre todo, en áreas próximas al bosque boreal, en lugares especialmente cálidos y húmedos, y no necesariamente donde el calentamiento global sea mayor. Las especies que ya vivían en esa “franja de contacto” entre tundra y bosque encuentran el clima y el terreno a su gusto y deciden expandirse. Hierbas, arbustos y plantas bajas se convierten en punta de lanza de este cambio silencioso pero imparable.

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¿Qué especies están ganando la partida?

  • El sauce lanudo arbustivo (Salix lanata), que salpica ahora zonas donde antes sólo resistían los líquenes.
  • La juncia de Bigelow, auténtica maestra de la adaptación al frío.
  • El arándano rojo, que se cuela tímidamente entre los matorrales incipientes.

¿El éxito? En gran parte, gracias a su porte bajo y su habilidad para captar los nutrientes del suelo de forma más eficiente que las típicas flores tundrarias. Un claro ejemplo de cómo la humildad botánica puede ciertos días vencer al tamaño imponente.

Un nuevo equilibrio (o no): riesgos y consecuencias

Pero todo cambio trae consecuencias. Cuando arbustos y árboles colonizan la tundra, el ciclo de las estaciones se transforma. Los inviernos, antes caracterizados por la nieve que volaba libre, se llenan de arbustos que atrapan y acumulan el manto blanco. Cuando llega el deshielo, esa nieve permanece más tiempo, el suelo se humedece, el permafrost –el hielo milenario que lo sustenta todo– se resiente. Y, en ese proceso, grandes reservas de carbono pueden liberarse a la atmósfera, amplificando el calentamiento global que, paradójicamente, ha permitido esa misma expansión verde.

Los científicos tampoco dejan de lado las implicaciones culturales y económicas. Si los líquenes desaparecen, el alimento de los renos escasea, complicando la vida de los pastores indígenas que dependen de ellos. Además, nuevos animales aprovechan la oportunidad: alces, zorros, castores y topillos exploran hábitats que hasta ahora les estaban vedados. Nada permanece igual.

No todo es tan predecible

“El impacto es mucho más complejo de lo que parece”, explica Anne Bjorkman, experta en ecología vegetal de la Universidad de Gotemburgo. “No siempre la mayor subida de temperatura implica la mayor expansión del bosque: cuentan otros pequeños detalles, como la humedad o la cercanía de especies ya adaptadas”.

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Por ahora, el futuro es incierto. Lo que sí sabemos es que la tundra, ese escenario mítico de silencio y hielo, ya nunca volverá a ser exactamente igual.

Para saber más

La naturaleza nunca se detiene. Ni siquiera en sus rincones más helados.

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