¿Te has preguntado alguna vez cómo la historia humana ha remodelado por completo el mundo animal? No hablamos solo de la desaparición de criaturas como el mamut o el tigre de Tasmania, sino de una auténtica revolución silenciosa que cambió para siempre los ecosistemas terrestres. Lo descubrimos a través de miles de huesos ocultos bajo tierra… y el resultado es mucho más dramático (y fascinante) de lo que imaginas.
Una cueva, diecisiete secretos y una historia escrita en huesos
En el sur de Australia, una cueva olvidada por el tiempo ha guardado durante milenios los restos de diecisiete grandes mamíferos, entre ellos el mítico tilacino —más conocido como tigre de Tasmania—. Pero estos huesos no solo cuentan la historia de esos animales; narran también la de ecosistemas hoy irreconocibles, radicalmente alterados por la llegada y expansión del Homo sapiens en apenas unos pocos miles de años.
Un grupo internacional de investigadores, tras analizar fósiles de seis continentes y rastrear la vida animal durante los últimos 50.000 años, ha descubierto que la agricultura y la ganadería han sido, quizás, las fuerzas más transformadoras de la fauna planetaria. Más incluso que los propios cambios climáticos de la última Edad de Hielo.
Del orden natural… al caos humano
Durante el Pleistoceno Tardío —cuando la megafauna dominaba los continentes—, el clima y los grandes accidentes geográficos dictaban qué animales vivían juntos. Un enorme tapiz continental: bestias adaptadas a llanuras heladas, selvas densas o desiertos abrasadores, separadas por océanos y cordilleras infranqueables.
Eso cambió radicalmente en el Holoceno, nuestra era. Con el auge de la agricultura y la domesticación de animales hace unos 10.000 años, nuevas “especies invasoras” cambiaron las reglas del juego. Ahora, por todos los caminos humanos, caballos, vacas, ovejas o cerdos cruzaron fronteras naturales que durante milenios habían sido infranqueables.
¿Domésticos? Más bien colonizadores…
El descubrimiento sorprende: apenas una docena de especies domésticas —de la vaca al perro, pasando por el burro y la cabra— han aparecido repetidamente en la mitad de los yacimientos estudiados a nivel global. El estudio revela cómo, acompañando a la expansión humana, estos animales monopolizaron recursos y desplazaron a la fauna salvaje local.
- Ungulados dominantes: Caballos y vacas, por ejemplo, han “colonizado” ecosistemas enteros.
- Impacto aviar: Incluso animales como el pollo —cuya huella fósil es irregular— se encontraron en decenas de yacimientos europeos y asiáticos.
En paralelo, la llegada de los humanos marcó el principio del fin para no pocos representantes de la megafauna, desde canguros gigantes hasta el propio tilacino, que terminó extinguiéndose tras la llegada de los colonos europeos a Australia.
Un mundo cada vez más homogéneo… y más pobre
Lo realmente sorprendente es cómo, tras la globalización temprana de la ganadería, los mapas de animales dejaron de respetar las fronteras naturales. Europa y África, antaño con comunidades mamíferas muy diferentes, comenzaron a ‘parecerse’ entre sí a medida que especies foráneas desplazaban a las nativas. Millones de años de evolución separados, borrados en apenas unos siglos por la mano humana.
Y aunque los efectos de estos cambios se han sentido en prácticamente todos los continentes, ha habido notables excepciones. Regiones como Sri Lanka o Nueva Guinea, aisladas y de ecosistemas más estables, conservan aún parte de su “personalidad” animal, aunque están lejos de ser inmunes a la influencia humana.
La paradoja de la megafauna ausente
Se pensó que, tras la extinción de los grandes animales al final del Pleistoceno, las especies supervivientes prosperarían en ausencia de competencia. Pero no fue así: lejos de recuperarse, muchas poblaciones se mantuvieron estables o incluso disminuyeron, sometidas a una nueva presión, la humana.
Un método revolucionario para descubrir historias fósiles
Hasta ahora, los científicos solían agrupar los yacimientos fósiles en función de la proximidad geográfica. Pero un nuevo método, la “agrupación por persecución”, permite ordenar yacimientos a miles de kilómetros de distancia según sus repertorios animales. El resultado es disruptivo: es la acción humana, no el entorno, la que ahora determina qué animales coexisten.
La conclusión es inquietante. La llegada del ser humano rompió los patrones predecibles que, durante tanto tiempo, el planeta había esculpido. En la actualidad, los grandes protagonistas de las comunidades de mamíferos en buena parte del mundo no nacieron en libertad, sino en granjas y corrales. Y esto todavía hoy condiciona la diversidad y la supervivencia de la fauna salvaje.
¿Un futuro de ganaderías globalizadas?
La historia que revelan los huesos fósiles es una advertencia. Conservar la biodiversidad exige mucho más que dejar en paz a los últimos rincones salvajes: implica repensar la huella que dejamos en los paisajes, los rebaños que llevamos a cada rincón del planeta y el precio que pagan los animales olvidados de esas cuevas perdidas en Australia o Madagascar.
Quizá, al mirar al futuro, debamos escuchar a esos huesos y preguntarnos: ¿qué tipo de mundo queremos dejar a quienes algún día exploren nuestros propios restos?